Destaco los comentarios y apuntes más cercanos a nuestro
entorno de Tierra de Campos y del Duero, que se mencionan en este interesante y
original estudio sobre la figura de D. Miguel Cervantes. El autor da por
fiables las siguientes “huellas” sobre la ubicación de algunos pasajes del
Quijote en tierras zamoranas.
Fuente:Santiago Trancón Pérez “
Huellas judías y leonesas en el Quijote” Edi. Punto Rojo (2014)
Las lagunas de Ruidera y las
lagunas de la Lampreana
Si afirmamos que
Cervantes no conocía la Mancha más que de oídas, y que puso nombres concretos
a los lugares por donde hace caminar a don
Quijote y Sancho para dar mayor verosimilitud o veracidad a su
historia, pero sin ningún afán realista ni pretensiones de exactitud geográfica, hemos de tomar todas las
localizaciones, no al pie de la letra, sino como recursos literarios. Otra cosa
es indagar sobre las fuentes de inspiración cervantina. Lo que
resulta más interesante es descubrir las posibles
referencias reales en las que Cervantes se inspira para situar las aventuras y episodios novelescos que nos cuenta.
Aquí defiendo la hipótesis de que
gran parte de estos referentes geográficos y orográficos nos remiten a la
zona de las Montañas de León, Sanabria, Zamora, Benavente y la Tierra de
Campos. Veamos un ejemplo claro:
En la Tierra de
Campos, no lejos de Benavente y Zamora, se encuentran las hoy llamadas Lagunas
de Villarrín y de Villafáfila o la Lampreana. Son lagunas que se acomodan bastante mejor que las de
Ruidera a la descripción que se hace de
ellas en el capítulo 23 de la Segunda Parte del Quijote. Nos lo cuenta Cervantes por boca de Montesinos,
pero todo pasa por el relato que el propio don Quijote hace a partir de
las visiones que él ha tenido en esa cueva.
No está dentro de ningún contexto realista, sino maravilloso o
fantástico, de cuya verdad duda hasta el propio don Quijote. Esta extraña visión se mezcla con la leyenda mitológica sobre el origen
de las lagunas y el encantamiento de doña Ruidera y de sus siete hijas y dos sobrinas que, con sus lágrimas, han
dado lugar a las lagunas. ¿Además de
esta fuente mitológica clásica, se pudo inspirar Cervantes en algún otro dato o referente concreto, que no
fueran las lagunas de Ruidera, que él nunca debió de conocer?
Las lagunas de
Tierra de Campos de las que hablamos son hoy todavía bastantes extensas, a
pesar de haberse desecado en parte, pero su número (unas nueve) se ajusta
mejor a la descripción cervantina que las de Ruidera o las que están
en torno al lago de Sanabria, que también han sido tomadas como referencia. Las de Ruidera son
más de dieciséis, y también son muchas más
las de Sanabria, que, por otra parte, no están conectadas entre sí por
ser de origen glacial.
En las lagunas de Villarrín, Villafáfila o la Lampreana, en cambio, no se han
pescado nunca estos peces porque sus aguas son saladas. Desde época
romana estas lagunas se explotaron para la extracción de sal. Desde 1348 las
más importantes pasaron a ser propiedad
real, como nos dice Cervantes. Pero sí se han dedicado, sobre todo en la Edad
Media, a la cría de lampreas.
La lamprea es un
pez muy primitivo (viene del jurásico) que tiene aletas pero no escamas, su piel es viscosa y su cuerpo
alargado como una anguila, y
tiene una boca en forma de ventosa con varios círculos de dientes.
Su carne es dura, pero apreciada desde la época de los romanos, que ya las criaban en grandes estanques. Se sabe
que los monjes del monasterio de
Sahagún, que eran dueños de estas lagunas en el siglo XIII, las
dedicaron a la cría de lampreas, de donde viene el nombre por el que aún hoy se
conoce a esta zona: la Lampreana. La lamprea nace en zonas poco profundas, la larva se sumerge en el lodo y
cuando es adulta emigra al mar. Las aguas de estas lagunas (saladas como las
lágrimas de Ruidera y sus hijas son muy apropiadas, por tanto, para la cría de lampreas, esos extraños peces a los que Cervantes
califica de “burdos y desabridos”.
Tengamos en cuenta, además, que estos peces, como las anguilas y el congrio, que no tienen escamas, están
prohibidos en la dieta judía.
Ciertamente, a Cervantes, de origen judío, las lampreas le podían resultar burdas y desabridas. Un detalle tan
singular nos da una pista inconfundible
sobre la referencia concreta a estas lagunas de la Lampreana que Cervantes oculta tras el nombre más
conocido de Ruidera.
Podemos
preguntarnos, llegados a este punto, si Cervantes conocía o no estos burdos peces. Hay una prueba irrefutable de
que sí los conocía. Leemos en el
capítulo quinto del Viaje del Parnaso, refiriéndose a Neptuno: “En carro de cristal venía sentado, / la
barba luenga y llena de marisco, / con
dos gruesas lampreas coronado”. La pregunta adecuada es: ¿de qué conocía Cervantes un dato tan singular como el de la
cría de lampreas
en las únicas lagunas conocidas dedicadas a ello y que han dado nombre a una zona concreta del sur de la Tierra de
Campos llamada la Lampreana, o sea, zona de lampreas? No parece que este
conocimiento fuera común en época de Cervantes, como tampoco lo es hoy.
¿Conoció estas lagunas Cervantes siendo
niño o adolescente? ¿Vivió en esta zona durante su infancia y juventud
hasta que aparece en Madrid? ¿Dónde estudió?
No hace falta ir a Córdoba o Sevilla, cuando mucho más cerca de donde sabemos que fue a vivir siendo niño, o
sea, de Valladolid, existían colegios
de jesuitas en los que pudo estudiar, como el Monterrey o el de Medina del Campo, o incluso conocer el de
Villagarcía de Campos, villa que
relaciona intencionadamente Cervantes con don Quijote.
Sabemos que
Cervantes se traslada a Valladolid en 1551 con su familia y desde esta fecha hasta 1566 es muy aventurado
decir dónde realmente
vivió ni con quién. En 1569 sí podemos situarlo en Madrid y luego en Roma. Que siguiera a su padre por
Córdoba, Sevilla o Cuenca, ni está
demostrado ni parece probable. ¿Por qué no pudo vivir en casa de algún pariente
cercano o con su familia en algún pueblo o aldea de esta zona, desde Sanabria a
Tierra de Campos? Que tuviera familiares en Sanabria es muy probable, porque allí, en el pueblo de Cervantes y otros cercanos, abundaban los apellidos Cervantes
y Saavedra, hecho que se ha podido
constatar hasta hoy mismo. La relación de don Quijote con Villagarcía de Campos,
por otro lado, nos hace sospechar alguna relación de Cervantes con este pueblo
terracampino. (Páginas 167 -171)
Las aceñas zamoranas del
Duero trasladadas al río Ebro
Sorprende que entre la legión innumerable de
cervantistas no haya habido ninguno, que yo sepa, que se haya parado a analizar
con un poco de detenimiento la localización del episodio del barco encantado y
destrozado en
las aceñas del Ebro, a donde llegan don Quijote y Sancho rumbo de Zaragoza. En
primer lugar, no hay modo de imaginar, en la ruta que va de la Mancha a
Zaragoza de nuestros dos protagonistas, cierta verosimilitud
geográfica. ¿Cómo es que llegan al Ebro antes que a Zaragoza, partiendo de la Mancha?
Al día siguiente de la aventura de las aceñas se hallan,
no en Zaragoza, sino en los dominios de los duques, donde encuentran a la
duquesa convertida en una Diana
cazadora. Allí pasan muchos días y luego, cuando
prosiguen su camino hacia Zaragoza, todavía transcurren varias noches
antes de que, en una venta, al enterarse de que el falso don Quijote de Avellaneda ha ido a las justas de
Zaragoza, deciden abandonar el camino
de Zaragoza para dirigirse hacia Barcelona. Después de salir del castillo de los duques, además, no se encuentran
con las áridas tierras que rodean a
Zaragoza, sino ante un prado verde donde unos labradores, que llevan a su pueblo unas imágenes de
santos, les invitan a comer. Luego se adentran por una selva donde se
topan con unas fingidas pastoras que reviven
una fiesta pastoril en medio de una especie de Arcadia. Todo esto no tiene nada que ver con el
entorno de Zaragoza, tierras semidesérticas,
con razón llamadas Monegros.
Pero hay
más: en el Ebro no hay aceñas. Ni las hay, ni las hubo en tiempos de Cervantes. Las aceñas son molinos
harineros colocados en medio del
curso de ríos anchos y caudalosos. Zaragoza no es tierra tan cerealística como para necesitar construir estos
molinos, y sí lo es, en cambio, la
zona zamorano-leonesa de Tierra de Campos. El río que más aceñas tuvo (y tiene) es el Duero a su paso por
esta zona. De Tordesillas a Zamora
aún se conservan hoy 16 aceñas. El Diccionario Madoz (1845) no consigna ninguna aceña en Zaragoza, Albacete,
Ciudad Real, Cuenca o Guadalajara, pero sí 19 en Salamanca, 26 en Valladolid,
30 en Zamora, 16 en Tordesillas y 11 en Toro. Aquí encontramos el mayor
número de aceñas, la mayoría establecidas
en el cauce del Duero (otras en el Esla, el Tormes y el Pisuerga).
¿Dónde podía haber visto aceñas Cervantes para
inspirarse y escribir el relato del barco encantado? No hay duda, en el curso del Duero a su paso por Zamora. La
descripción que hace en el capítulo 29 de la Segunda Parte es una prueba
concluyente. Veamos.
Don Quijote,
nos dice Cervantes, tuvo “gran gusto” al ver el río Ebro, “porque contempló y miró en él la amenidad de sus
riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la
abundancia de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos” (II, 29). Llama un poco la atención eso de “la amenidad de sus riberas”.
¿Traslada Cervantes a la visión de
Ebro el recuerdo de las riberas del Duero y el Esla, el locus amoenus que está tan
presente en toda la novela y que toma como punto de referencia el espacio real de las riberas leonesas, lo
mismo que hace Jorge de
Montemayor con el espacio de Los siete libros de Diana?
Suben a una barca que encuentran en la orilla y el río
poco a poco les
va arrastrando hasta que “descubrieron unas grandes aceñas que en la mitad del río estaban”. Don Quijote al verlas
dice: “¿Ves? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza donde
debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa
malparada, para cuyo socorro soy aquí traído” (II, 29). Sabemos que don
Quijote, a estas alturas de la novela, ya no delira, ya no transforma
las ventas en castillos. ¿Por qué entonces confunde las aceñas con un
castillo o fortaleza? Porque sé parecen bastante. Y lo primero que ve, nos
dice, es una “ciudad”. Aún hoy, si nos acercamos en barca desde una
orilla del Duero, vemos al fondo la ciudad de Zamora y tres grandes aceñas que semejan
tres torres de un castillo. Son
construcciones de piedra sillar, unidas por un muro y cada una acaba en un torreón en forma de quilla de barco
para amortiguar el empuje del agua. Al estar levantadas en medio del curso de
río se aseguraban el suministro constante del agua que, al ser muy
abundante, no necesitaba el empuje de una
catarata o cambio de nivel. Tampoco cesaban las ruedas o rodeznos de
funcionar, lo que explica la alarma de los molineros que salen a salvar a don Quijote y Sancho pero no pueden evitar que
la barca acabe “hecha pedazos por las ruedas de las aceñas” (II, 29).
La
interpretación más aceptable nos lleva a suponer, por tanto, que Cervantes describió en este
pasaje las aceñas del Duero a su paso por Zamora, aceñas que debió de
conocer muy de cerca, no de oídas. La descripción es muy precisa como para no necesitar
inventársela o imaginarla. La prueba es más
concluyente sin tenemos en cuenta el entorno en que se desarrollan los
episodios anteriores y posteriores, tan relacionado con esta zona. La semejanza fonética y asociativa entre los nombres Ebro/Duero y Zaragoza/Zamora también hemos de
tenerla en cuenta. A Cervantes le
gustaban estos juegos verbales, transformar ligeramente los nombres, dejando huellas más o menos
ocultas para que los lectores “discretos” las descubrieran. Muchas veces, como
en este caso, utiliza el recurso de la paronomasia. (Páginas 171-174)
No hay comentarios:
Publicar un comentario