sábado, 26 de abril de 2014

HUELLAS JUDÍAS Y LEONESAS EN EL QUIJOTE (Textos alusivos a las lagunas de Villarrín, Villafáfila y aceñas de Zamora)




Destaco los comentarios y apuntes más cercanos a nuestro entorno de Tierra de Campos y del Duero, que se mencionan en este interesante y original estudio sobre la figura de D. Miguel Cervantes. El autor da por fiables las siguientes “huellas” sobre la ubicación de algunos pasajes del Quijote en tierras zamoranas.
Fuente:Santiago Trancón Pérez “ Huellas judías y leonesas en el Quijote” Edi. Punto Rojo (2014)
Las lagunas de Ruidera y las lagunas de la Lampreana
 Si afirmamos que Cervantes no conocía la Mancha más que de oí­das, y que puso nombres concretos a los lugares por donde hace cami­nar a don Quijote y Sancho para dar mayor verosimilitud o veracidad a su historia, pero sin ningún afán realista ni pretensiones de exactitud geográfica, hemos de tomar todas las localizaciones, no al pie de la letra, sino como recursos literarios. Otra cosa es indagar sobre las fuentes de inspiración cervantina. Lo que resulta más interesante es descubrir las posibles referencias reales en las que Cervantes se inspira para situar las aventuras y episodios novelescos que nos cuenta. Aquí defiendo la hipó­tesis de que gran parte de estos referentes geográficos y orográficos nos remiten a la zona de las Montañas de León, Sanabria, Zamora, Benaven­te y la Tierra de Campos. Veamos un ejemplo claro:
 En la Tierra de Campos, no lejos de Benavente y Zamora, se encuen­tran las hoy llamadas Lagunas de Villarrín y de  Villafáfila o la Lampreana. Son lagu­nas que se acomodan bastante mejor que las de Ruidera a la descripción que se hace de ellas en el capítulo 23 de la Segunda Parte del Quijote. Nos lo cuenta Cervantes por boca de Montesinos, pero todo pasa por el relato que el propio don Quijote hace a partir de las visiones que él ha tenido en esa cueva. No está dentro de ningún contexto realista, sino maravilloso o fantástico, de cuya verdad duda hasta el propio don Qui­jote. Esta extraña visión se mezcla con la leyenda mitológica sobre el origen de las lagunas y el encantamiento de doña Ruidera y de sus siete hijas y dos sobrinas que, con sus lágrimas, han dado lugar a las lagunas. ¿Además de esta fuente mitológica clásica, se pudo inspirar Cervantes en algún otro dato o referente concreto, que no fueran las lagunas de Ruidera, que él nunca debió de conocer?
 Las lagunas de Tierra de Campos de las que hablamos son hoy to­davía bastantes extensas, a pesar de haberse desecado en parte, pero su número (unas nueve) se ajusta mejor a la descripción cervantina que las de Ruidera o las que están en torno al lago de Sanabria, que también han sido tomadas como referencia. Las de Ruidera son más de dieciséis, y también son muchas más las de Sanabria, que, por otra parte, no están conectadas entre sí por ser de origen glacial.

En las lagunas de Villarrín, Villafáfila o la Lam­preana, en cambio, no se han pescado nunca estos peces porque sus aguas son saladas. Desde época romana estas lagunas se explotaron pa­ra la extracción de sal. Desde 1348 las más importantes pasaron a ser propiedad real, como nos dice Cervantes. Pero sí se han dedicado, sobre todo en la Edad Media, a la cría de lampreas.
La lamprea es un pez muy primitivo (viene del jurásico) que tiene aletas pero no escamas, su piel es viscosa y su cuerpo alargado como una anguila, y tiene una boca en forma de ventosa con varios círculos de dientes. Su carne es dura, pero apreciada desde la época de los romanos, que ya las criaban en grandes estanques. Se sabe que los monjes del mo­nasterio de Sahagún, que eran dueños de estas lagunas en el siglo XIII, las dedicaron a la cría de lampreas, de donde viene el nombre por el que aún hoy se conoce a esta zona: la Lampreana. La lamprea nace en zonas poco profundas, la larva se sumerge en el lodo y cuando es adulta emi­gra al mar. Las aguas de estas lagunas (saladas como las lágrimas de Ruidera y sus hijas son muy apropiadas, por tanto, para la cría de lampreas, esos extraños peces a los que Cervantes califica de “burdos y desabridos”. Tengamos en cuenta, además, que estos peces, como las an­guilas y el congrio, que no tienen escamas, están prohibidos en la dieta judía. Ciertamente, a Cervantes, de origen judío, las lampreas le podían resultar burdas y desabridas. Un detalle tan singular nos da una pista inconfundible sobre la referencia concreta a estas lagunas de la Lam­preana que Cervantes oculta tras el nombre más conocido de Ruidera.
Podemos preguntarnos, llegados a este punto, si Cervantes conocía o no estos burdos peces. Hay una prueba irrefutable de que sí los cono­cía. Leemos en el capítulo quinto del Viaje del Parnaso, refiriéndose a Neptuno: “En carro de cristal venía sentado, / la barba luenga y llena de ma­risco, / con dos gruesas lampreas coronado. La pregunta adecuada es: ¿de qué conocía Cervantes un dato tan singular como el de la cría de lam­preas en las únicas lagunas conocidas dedicadas a ello y que han dado nombre a una zona concreta del sur de la Tierra de Campos llamada la Lampreana, o sea, zona de lampreas? No parece que este conocimiento fuera común en época de Cervantes, como tampoco lo es hoy. ¿Conoció estas lagunas Cervantes siendo niño o adolescente? ¿Vivió en esta zona durante su infancia y juventud hasta que aparece en Madrid? ¿Dónde estudió? No hace falta ir a Córdoba o Sevilla, cuando mucho más cerca de donde sabemos que fue a vivir siendo niño, o sea, de Valladolid, exis­tían colegios de jesuitas en los que pudo estudiar, como el Monterrey o el de Medina del Campo, o incluso conocer el de Villagarcía de Campos, villa que relaciona intencionadamente Cervantes con don Quijote.
Sabemos que Cervantes se traslada a Valladolid en 1551 con su fa­milia y desde esta fecha hasta 1566 es muy aventurado decir dónde realmente vivió ni con quién. En 1569 sí podemos situarlo en Madrid y luego en Roma. Que siguiera a su padre por Córdoba, Sevilla o Cuenca, ni está demostrado ni parece probable. ¿Por qué no pudo vivir en casa de algún pariente cercano o con su familia en algún pueblo o aldea de esta zona, desde Sanabria a Tierra de Campos? Que tuviera familiares en Sanabria es muy probable, porque allí, en el pueblo de Cervantes y otros cercanos, abundaban los apellidos Cervantes y Saavedra, hecho que se ha podido constatar hasta hoy mismo. La relación de don Quijote con Villagarcía de Campos, por otro lado, nos hace sospechar alguna relación de Cervantes con este pueblo terracampino.  (Páginas 167 -171)
Las aceñas zamoranas del Duero trasladadas al río Ebro
Sorprende que entre la legión innumerable de cervantistas no haya habido ninguno, que yo sepa, que se haya parado a analizar con un poco de detenimiento la localización del episodio del barco encantado y des­trozado en las aceñas del Ebro, a donde llegan don Quijote y Sancho rumbo de Zaragoza. En primer lugar, no hay modo de imaginar, en la ruta que va de la Mancha a Zaragoza de nuestros dos protagonistas, cierta verosimilitud geográfica. ¿Cómo es que llegan al Ebro antes que a Zaragoza, partiendo de la Mancha?
Al día siguiente de la aventura de las aceñas se hallan, no en Zara­goza, sino en los dominios de los duques, donde encuentran a la duque­sa convertida en una Diana cazadora. Allí pasan muchos días y luego, cuando prosiguen su camino hacia Zaragoza, todavía transcurren varias noches antes de que, en una venta, al enterarse de que el falso don Qui­jote de Avellaneda ha ido a las justas de Zaragoza, deciden abandonar el camino de Zaragoza para dirigirse hacia Barcelona. Después de salir del castillo de los duques, además, no se encuentran con las áridas tierras que rodean a Zaragoza, sino ante un prado verde donde unos labradores, que llevan a su pueblo unas imágenes de santos, les invitan a comer. Luego se adentran por una selva donde se topan con unas fingidas pas­toras que reviven una fiesta pastoril en medio de una especie de Arca­dia. Todo esto no tiene nada que ver con el entorno de Zaragoza, tierras semidesérticas, con razón llamadas Monegros.
Pero hay más: en el Ebro no hay aceñas. Ni las hay, ni las hubo en tiempos de Cervantes. Las aceñas son molinos harineros colocados en medio del curso de ríos anchos y caudalosos. Zaragoza no es tierra tan cerealística como para necesitar construir estos molinos, y sí lo es, en cambio, la zona zamorano-leonesa de Tierra de Campos. El río que más aceñas tuvo (y tiene) es el Duero a su paso por esta zona. De Tordesillas a Zamora aún se conservan hoy 16 aceñas. El Diccionario Madoz (1845) no consigna ninguna aceña en Zaragoza, Albacete, Ciudad Real, Cuenca o Guadalajara, pero sí 19 en Salamanca, 26 en Valladolid, 30 en Zamora, 16 en Tordesillas y 11 en Toro. Aquí encontramos el mayor número de aceñas, la mayoría establecidas en el cauce del Duero (otras en el Esla, el Tormes y el Pisuerga). ¿Dónde podía haber visto aceñas Cervantes pa­ra inspirarse y escribir el relato del barco encantado? No hay duda, en el curso del Duero a su paso por Zamora. La descripción que hace en el capítulo 29 de la Segunda Parte es una prueba concluyente. Veamos.
Don Quijote, nos dice Cervantes, tuvo “gran gusto” al ver el río Ebro, porque contempló y miró en él la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales, cuya ale­gre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos” (II, 29). Llama un poco la atención eso de “la amenidad de sus riberas”. ¿Traslada Cervantes a la visión de Ebro el recuerdo de las riberas del Duero y el Esla, el locus amoenus que está tan presente en toda la novela y que toma como punto de referencia el espacio real de las riberas leonesas, lo mismo que hace Jorge de Montemayor con el espacio de Los siete libros de Diana?
Suben a una barca que encuentran en la orilla y el río poco a poco les va arrastrando hasta que “descubrieron unas grandes aceñas que en la mitad del río estaban”. Don Quijote al verlas dice: “¿Ves? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero opri­mido, o alguna reina, infanta o princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traído” (II, 29). Sabemos que don Quijote, a estas alturas de la novela, ya no delira, ya no transforma las ventas en castillos. ¿Por qué entonces confunde las aceñas con un castillo o fortaleza? Porque sé parecen bas­tante. Y lo primero que ve, nos dice, es una “ciudad”. Aún hoy, si nos acercamos en barca desde una orilla del Duero, vemos al fondo la ciu­dad de Zamora y tres grandes aceñas que semejan tres torres de un cas­tillo. Son construcciones de piedra sillar, unidas por un muro y cada una acaba en un torreón en forma de quilla de barco para amortiguar el em­puje del agua. Al estar levantadas en medio del curso de río se asegura­ban el suministro constante del agua que, al ser muy abundante, no ne­cesitaba el empuje de una catarata o cambio de nivel. Tampoco cesaban las ruedas o rodeznos de funcionar, lo que explica la alarma de los moli­neros que salen a salvar a don Quijote y Sancho pero no pueden evitar que la barca acabe “hecha pedazos por las ruedas de las aceñas” (II, 29).
La interpretación más aceptable nos lleva a suponer, por tanto, que Cervantes describió en este pasaje las aceñas del Duero a su paso por Zamora, aceñas que debió de conocer muy de cerca, no de oídas. La descripción es muy precisa como para no necesitar inventársela o ima­ginarla. La prueba es más concluyente sin tenemos en cuenta el entorno en que se desarrollan los episodios anteriores y posteriores, tan relacio­nado con esta zona. La semejanza fonética y asociativa entre los nom­bres Ebro/Duero y Zaragoza/Zamora también hemos de tenerla en cuen­ta. A Cervantes le gustaban estos juegos verbales, transformar ligeramente los nombres, dejando huellas más o menos ocultas para que los lectores “discretos” las descubrieran. Muchas veces, como en este caso, utiliza el recurso de la paronomasia. (Páginas 171-174)



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