LAS MONTAÑAS DE LEÓN COMO FUENTE DE
INSPIRACIÓN
EN LA OBRA DEL QUIJOTE
He
recogido aspectos significativos de la ponencia que, a mi juicio, se relacionan
con el entorno geográfico e histórico de la región zamorano- leonesa, siendo
objeto de inspiración en esta parte de la obra cervantina.
El
texto completo abarca otros supuestos que por su extensión – y no por falta de interés-
superan el objetivo de este Blog.
Aunque
el autor no lo menciona, se intuye que no sólo son explícitas las referencias
geográficas, sino también algo muy importante: el carácter, la sociabilidad del
zamorano y leonés, los recios valores de los pastores y labriegos, se ven
plasmados en las diferentes descripciones.
(…) La aventura de don Quijote se inicia cuando
abandona su pueblo para irse a recorrer el mundo. El primer reto de don
Quijote, y condición de todos los demás, es el de alejarse de su patria,
extralimitarse, salir de sí para ir en busca de aventuras con el afán de que
sus hazañas sean conocidas en el mundo entero. La Mancha es el símbolo de lo
local y conocido que debe ser superado para abrirse a lo universal y
desconocido. Al poco de salir de ese espacio, Cervantes empieza a llamar famoso
español a don Quijote (I, 9). El inicial espacio manchego le resultó
enseguida a Cervantes demasiado pequeño y monótono para poder desarrollar en él
las increíbles aventuras de su protagonista. Tuvo que llevar los hechos de la
ficción a otro espacio y otro entorno cultural y social mucho más acorde con
sus intenciones. Es aquí donde aparecen las montañas de León como un espacio
geográfico fundacional, sin el cual no se entienden la mayoría de los episodios
de la novela.
Quiero precisar mi afirmación. Con
la expresión “montañas de León” me
refiero a la montaña noroccidental de la Península que abarca tanto la comarca
del Teleno, los Montes Aquilanos, la Maragatería, la Cabrera y la Sierra de Sanabria, como su prolongación
natural, las riberas del Esla y la meseta de Tierra de Campos, Benavente,
Aliste, Tierra del Pan, Tierra del
Vino y Sayago. Es una zona geográfica que tiene más que ver con el antiguo
Reino de León que con las actuales fronteras administrativas. Creo haber
demostrado en mi investigación (plasmada en el libro Huellas judías y
leonesas en el Quijote) que esta zona es la que Cervantes tiene en su mente
cuando crea la ficción de su novela. Digo que la usa como fuente de
inspiración, no como documento o referencia realista. Sería incongruente con su
propósito el sacar a don Quijote de la Mancha para trasladarlo a otro espacio
igualmente localista o limitado. El paisaje y el entorno ha de ser, por lo
mismo, indeterminado, símbolo y representación de ese viaje hacia lo
desconocido. No esperemos, por tanto,
referencias concretas a este espacio
zamorano-leonés, pero sí suficientes indicios y alusiones como para poder
acercar la ficción cervantina a esta zona y afirmar que Cervantes tuvo que
echar mano de sus recuerdos y vivencias para construir gran parte de su
ficción. Este hecho, entre otros, nos permite afirmar que Cervantes procede de
las montañas de León, donde hemos de situar el origen de su linaje, y que por
estas tierras hubo de vivir en su infancia y adolescencia.
Me objetarán que por qué Cervantes
nombra a distintos pueblos de la Mancha y
encubre, al mismo tiempo, cualquier referencia directa a los pueblos o
toponimia de las montañas de León.
Hay una explicación para ello. En primer lugar, la necesidad de mantener cierta
coherencia narrativa, haciendo verosímil el itinerario de don Quijote. Su
crítica a los fabulosos viajes por tierras remotas que contaban los libros de
caballerías le obligó a ceñirse a un espacio mucho más real y cercano al
lector. Sin embargo, a medida que va creciendo el relato, Cervantes, sin romper
ese hilo realista, va trasladando las aventuras a un paisaje y unos lugares
cada vez más alejados de la Mancha. En la tercera salida, ya libre de toda
atadura geográfica o cronológica, nos lleva hacia Barcelona en un viaje de ida
y vuelta absolutamente inverosímil desde un punto de vista realista.
Pero hay otra poderosa razón para
que Cervantes ocultara, trastocara o trasladara los espacios reales en los que
se inspira hacia otros lugares manchegos o zaragozanos. El principal motivo es el
deseo de no dar a conocer sus orígenes ni los de su familia. No se trata de
ningún olvido o descuido, sino de una voluntad de encubrimiento. Cervantes era
un criptoconverso, o sea,
alguien que tenía que ocultar, no sólo su posible simpatía o adhesión al
judaísmo, sino borrar su propia condición de converso. Lo hizo por una
necesidad de supervivencia, no por
renegar de su origen y condición. Recordemos que el tiempo de Cervantes fue
sin duda el peor de la historia para los judeoconversos. Desaparecidos los judíos
oficialmente a partir de 1492, perseguidos y llevados a la hoguera todos los
sospechosos de judaizar, el foco de atención y persecución se dirigió hacia los
conversos. El odio a los judíos se desplazó hacia ellos, y de nada les sirvió
proclamar públicamente la fe católica, pues siempre fueron considerados
sospechosos. Había que impedir, por otra parte, su ascenso social, su poder y
su influencia creciente. Proclamarse, no ya judío (algo imposible), sino
simplemente converso, era la peor carta de presentación para poder vivir
tranquilo o aspirar a ascender socialmente. Cervantes no duda en defender el disimulo, el disfraz, el fingimiento, el
refugio en la propia conciencia y la necesidad de guardar las apariencias, para
liberarse del estigma de judeoconverso.
Pero pasemos ya a analizar
brevemente el discurso de la Edad Dorada.
Comienza el
relato después de la aventura del vizcaíno. Nos cuenta Cervantes que huyendo de
la Santa Hermandad, don Quijote “se entró por un
bosque que allí junto estaba” (I, 10) y que pronto
llegan “junto a unas chozas de unos cabreros”, donde determinan pasar la noche. Este cambio escénico y
paisajístico es fundamental, y no podemos pasarlo por alto como han hecho todos
los cervantistas “amanchegados”. El entorno en que don Quijote va a pronunciar
el famoso discurso de la Edad Dorada no tiene ya nada que ver con el árido
paisaje manchego, y esto es significativo. Hay una relación estrecha o
congruencia entre el mundo idílico de la Edad Dorada que don Quijote evoca y el
paisaje real en el que se encuentran. Veamos cómo lo describe Cervantes.
Sancho “se fue tras el olor
que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un
caldero estaban” (I, 11), nos dice para
introducirnos en este nuevo ambiente. Es de noche, los cabreros comen sobre
zaleas o pieles extendidas en el suelo y les acogen “con buen ánimo” y “muestras de muy buena voluntad”, y les
convidan a una calderada y a queso y “bellotas avellanadas” (dulces), sin
siquiera preguntarles el nombre ni extrañarse de la anacrónica vestimenta de
don Quijote. Es precisamente el modo de vida de esos cabreros, sencillos,
libres, tolerantes y hospitalarios, lo que va a motivar en don Quijote su
discurso de la Edad de Oro, que se desencadena al tomar en la mano un puñado de
bellotas. Los cabreros acogen sus palabras “embobados y suspensos”.
La Edad Dorada es inseparable de la descripción y exaltación
de un entorno fértil y pacífico, en que el hombre vive en perfecta armonía con
la naturaleza: “Las claras fuentes y
corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les
ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su
república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin
interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes
alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus
anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre
rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del
tiempo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia” (I, 11). La naturaleza “sin ser forzada
ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese
hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían”. Y “andaban las simples
y hermosas zagalas de valle en valle y de otero en otero” (I, 11).
Es importante resaltar que los cabreros comprenden bien a
don Quijote, seguramente porque su vida no se alejaba mucho de la que describía
el caballero en su nostálgico discurso. Tanto es así que le agasajan luego con
el cante de un compañero que “sabe leer y escribir
y es músico de un rabel” (I, 11). Este entorno
montañoso servirá para situar la historia de Marcela y Grisóstomo que viene a continuación, y todas
las que luego con ella se enlazan.
El cabrero que le
cuenta la historia de Marcela a don Quijote, dice: “Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, viéredes resonar estas
sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No
está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas...” (I, 12). Los pastores que acuden al entierro de Grisóstomo van “vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de
acebo en la mano” (I, 13). Poco después “por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte
pastores”, con guirnaldas “cuál de tejo y cuál de ciprés”, y las
andas con que llevan al muerto iban “cubiertas de mucha
diversidad de flores y ramos” (I, 13).
Aparece entonces Marcela, la bella pastora que vivía en las
montañas, y con un altivo y muy razonado alegato defiende su libertad: “Yo nací libre, y
para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles de estas
montañas son mi compañía; las claras aguas de estos arroyos, mis espejos; con
los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos” (I, 14). La libertad va unida a la soledad y el refugio de las
montañas.
Más adelante (I, 50) sucederá el episodio de la “cabra
manchada”, que ha huido del rebaño. Con este motivo el cura nos dice que ya
sabe bien que “las montañas crían letrados” y las chozas “encierran
filósofos”. Le replica el cabrero que también “acogen hombres
escarmentados”. Estamos muy lejos de
la imagen del cabrero rústico e ignorante, rudo, imagen habitual de la
literatura de la época. Cervantes,
sin duda, alude a esta zona de León, Zamora y la Raya donde se refugiaron
muchos judíos, letrados, filósofos y hombres escarmentados, que huían de la
Inquisición viviendo como pastores.
(... ) Lo que nos conviene
aquí señalar es la estrecha vinculación de la tradición judía con una visión
idealizada de la naturaleza, en la que los pacíficos agricultores y pastores
encarnan el modo de vida más acorde con el orden del universo. El rey David,
recordemos, era pastor. La exaltación de la vida natural, la idealización de la
vuelta a la naturaleza, el considerar el orden natural como el referente básico
del que nace toda moral y toda norma, por encima de las leyes políticas y
administrativas, es algo esencial en la visión que don Quijote tiene del mundo
y que justifica su actuación. Entenderemos ahora mucho mejor el famoso discurso
de la Edad Dorada con que don Quijote encandila a los cabreros:
“Dichosa edad y
siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no
porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se
alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que
en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella
santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su
ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las
robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y
sazonado fruto”, etc. (I, 11).
Vemos en esta descripción algunos rasgos singulares. El
paisaje no responde a los tópicos del Paraíso ni la Arcadia, sino que tiene que
ver con el entorno real en el que se encuentran los cabreros: encinas, ríos, peñas, alcornoques... Se
insiste en que la tierra es una madre fecunda y generosa y, sobre todo, en que todas las cosas eran comunes y por
eso “todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia”. Define esa Edad, a la que llama “venturosa” y “santa”, por oposición a la
presente, “nuestros detestables siglos”, “nuestra edad de
hierro”, aludiendo así a la guerra, pero también a la
falta de concordia y amistad, a la violencia sobre la que se asientan las
relaciones humanas, movidas por el dinero, la ambición y la posesión privada: “No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la
verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que
osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese”. La orden de caballería, nos dice, nació para luchar contra la
maldad que destruyó aquellos felices tiempos.
A Cervantes no le interesa recrear un espacio mítico o
lejano, sino hablar de lo que tiene delante, de la sociedad y el tiempo en que
vive. Se dirige a unos cabreros reales, no a unos falsos pastores, como eran
los que protagonizaban las novelas pastoriles. Lo que les predica y explica, no
es algo que esté alejado de su modo de vida ni pertenezca a ninguna utópica
irrealidad bucólica. Sabemos que por
todos los pueblos del antiguo Reino de León, la propiedad comunal era, no una
excepción, sino la forma básica de organización social: los bienes más
importantes, como los ríos, los montes, los bosques, los prados, la caza..., o
sea, las bases de su sustento, eran propiedad de la comunidad o concejo, es
decir, de todos los vecinos. Todas las normas nacían del concejo, o sea, de una
reunión abierta en la que, formando un corro, todos eran iguales, ejercían la
democracia directa, establecían el derecho consuetudinario y resolvían los
conflictos. Esta forma de organización ha pervivido hasta hoy, convirtiéndose
en uno de los ejemplos más admirables y sorprendentes de resistencia al
capitalismo. No es que no hubiera propiedad privada; pero incluso ésta,
requería el concurso y la colaboración de todo el pueblo para mantenerse. Los
caminos se construían mediante el sistema de hacendera o facendera, o sea, con el trabajo de todos los vecinos; lo mismo ocurría con
la organización de otras tareas, como la construcción de las casas, el techado
o teitado, el cuidado de los rebaños de ovejas, cabras o vacas (la llamada vecera, que reunía todos los
animales del pueblo o aldea), que eran llevadas a pastar por los vecinos,
turnándose en este trabajo. Así que el tuyo y mío se sustentaba en el de todos o el común. Esto era una realidad en
tiempos de Cervantes, y su origen se remonta a la época prerromana; sin duda
debió de conocerla directamente y tenerla muy en cuenta cuando escribe este
emotivo discurso de don Quijote. La coherencia entre el entorno geográfico y
social y el contenido y las imágenes que evoca, es algo que hemos de tener muy
en cuenta y que fundamenta la hipótesis de esta presencia e influencia de “lo
leonés” en el Quijote.
(…) Frente al
idealismo platónico, Cervantes acepta la lucha de los contrarios, que trata de
reconciliar, pero no de eliminar o ignorar. Detrás de su humor se asoma con
frecuencia la melancolía y, en el fondo, el pesimismo. No se fía de la ilusión,
por eso no cree en la posibilidad de volver a un mundo unitario, original y
puro. La riqueza, la codicia, la mentira, la intolerancia, la guerra han
destruido toda posibilidad de volver a ninguna Edad Dorada. La defensa de la sencillez,
la espontaneidad, la llaneza, la armonía y cierta idealización de lo rústico y
pastoril, no le impide desvelar al mismo tiempo la utopía oculta en esa
idealización. Lo pastoril es un tema esencial en Cervantes, pero sobre el que
realiza una desmitificación radical.
(F. Trancón)
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