sábado, 12 de julio de 2014

RESUMEN DE UNA PONENCIA PRESENTADA POR SANTIAGO TRANCÓN EN EL CONGRESO INTERNACIONAL: Zamora y la Raya, herencias sefardíes compartidas (julio 2014)




LAS MONTAÑAS DE LEÓN COMO FUENTE DE INSPIRACIÓN
EN LA OBRA DEL QUIJOTE

He recogido aspectos significativos de la ponencia que, a mi juicio, se relacionan con el entorno geográfico e histórico de la región zamorano- leonesa, siendo objeto de inspiración en esta parte  de la obra cervantina.
El texto completo abarca otros supuestos que por su extensión – y no por falta de interés- superan el objetivo de este Blog.
Aunque el autor no lo menciona, se intuye que no sólo son explícitas las referencias geográficas, sino también algo muy importante: el carácter, la sociabilidad del zamorano y leonés, los recios valores de los pastores y labriegos, se ven plasmados en las diferentes descripciones.

(…)      La aventura de don Quijote se inicia cuando abandona su pueblo para irse a recorrer el mundo. El primer reto de don Quijote, y condición de todos los demás, es el de alejarse de su patria, extralimitarse, salir de sí para ir en busca de aventuras con el afán de que sus hazañas sean conocidas en el mundo entero. La Mancha es el símbolo de lo local y conocido que debe ser superado para abrirse a lo universal y desconocido. Al poco de salir de ese espacio, Cervantes empieza a llamar famoso español a don Quijote (I, 9). El inicial espacio manchego le resultó enseguida a Cervantes demasiado pequeño y monótono para poder desarrollar en él las increíbles aventuras de su protagonista. Tuvo que llevar los hechos de la ficción a otro espacio y otro entorno cultural y social mucho más acorde con sus intenciones. Es aquí donde aparecen las montañas de León como un espacio geográfico fundacional, sin el cual no se entienden la mayoría de los episodios de la novela.
            Quiero precisar mi afirmación. Con la expresión “montañas de León” me refiero a la montaña noroccidental de la Península que abarca tanto la comarca del Teleno, los Montes Aquilanos, la Maragatería, la Cabrera y la Sierra de Sanabria, como su prolongación natural, las riberas del Esla y la meseta de Tierra de Campos, Benavente, Aliste, Tierra del Pan, Tierra del Vino y Sayago. Es una zona geográfica que tiene más que ver con el antiguo Reino de León que con las actuales fronteras administrativas. Creo haber demostrado en mi investigación (plasmada en el libro Huellas judías y leonesas en el Quijote) que esta zona es la que Cervantes tiene en su mente cuando crea la ficción de su novela. Digo que la usa como fuente de inspiración, no como documento o referencia realista. Sería incongruente con su propósito el sacar a don Quijote de la Mancha para trasladarlo a otro espacio igualmente localista o limitado. El paisaje y el entorno ha de ser, por lo mismo, indeterminado, símbolo y representación de ese viaje hacia lo desconocido. No esperemos, por tanto, referencias concretas a este espacio zamorano-leonés, pero sí suficientes indicios y alusiones como para poder acercar la ficción cervantina a esta zona y afirmar que Cervantes tuvo que echar mano de sus recuerdos y vivencias para construir gran parte de su ficción. Este hecho, entre otros, nos permite afirmar que Cervantes procede de las montañas de León, donde hemos de situar el origen de su linaje, y que por estas tierras hubo de vivir en su infancia y adolescencia.
            Me objetarán que por qué Cervantes nombra a distintos pueblos de la Mancha y encubre, al mismo tiempo, cualquier referencia directa a los pueblos o toponimia de las montañas de León. Hay una explicación para ello. En primer lugar, la necesidad de mantener cierta coherencia narrativa, haciendo verosímil el itinerario de don Quijote. Su crítica a los fabulosos viajes por tierras remotas que contaban los libros de caballerías le obligó a ceñirse a un espacio mucho más real y cercano al lector. Sin embargo, a medida que va creciendo el relato, Cervantes, sin romper ese hilo realista, va trasladando las aventuras a un paisaje y unos lugares cada vez más alejados de la Mancha. En la tercera salida, ya libre de toda atadura geográfica o cronológica, nos lleva hacia Barcelona en un viaje de ida y vuelta absolutamente inverosímil desde un punto de vista realista.
            Pero hay otra poderosa razón para que Cervantes ocultara, trastocara o trasladara los espacios reales en los que se inspira hacia otros lugares manchegos o zaragozanos. El principal motivo es el deseo de no dar a conocer sus orígenes ni los de su familia. No se trata de ningún olvido o descuido, sino de una voluntad de encubrimiento. Cervantes era un criptoconverso, o sea, alguien que tenía que ocultar, no sólo su posible simpatía o adhesión al judaísmo, sino borrar su propia condición de converso. Lo hizo por una necesidad de supervivencia, no por renegar de su origen y condición. Recordemos que el tiempo de Cervantes fue sin duda el peor de la historia para los judeoconversos. Desaparecidos los judíos oficialmente a partir de 1492, perseguidos y llevados a la hoguera todos los sospechosos de judaizar, el foco de atención y persecución se dirigió hacia los conversos. El odio a los judíos se desplazó hacia ellos, y de nada les sirvió proclamar públicamente la fe católica, pues siempre fueron considerados sospechosos. Había que impedir, por otra parte, su ascenso social, su poder y su influencia creciente. Proclamarse, no ya judío (algo imposible), sino simplemente converso, era la peor carta de presentación para poder vivir tranquilo o aspirar a ascender socialmente. Cervantes no duda en defender el disimulo, el disfraz, el fingimiento, el refugio en la propia conciencia y la necesidad de guardar las apariencias, para liberarse del estigma de judeoconverso.
            Pero pasemos ya a analizar brevemente el discurso de la Edad Dorada.
            Comienza el relato después de la aventura del vizcaíno. Nos cuenta Cervantes que huyendo de la Santa Hermandad, don Quijote “se entró por un bosque que allí junto estaba” (I, 10) y que pronto llegan “junto a unas chozas de unos cabreros”, donde determinan pasar la noche. Este cambio escénico y paisajístico es fundamental, y no podemos pasarlo por alto como han hecho todos los cervantistas “amanchegados”. El entorno en que don Quijote va a pronunciar el famoso discurso de la Edad Dorada no tiene ya nada que ver con el árido paisaje manchego, y esto es significativo. Hay una relación estrecha o congruencia entre el mundo idílico de la Edad Dorada que don Quijote evoca y el paisaje real en el que se encuentran. Veamos cómo lo describe Cervantes.
         Sancho “se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban” (I, 11), nos dice para introducirnos en este nuevo ambiente. Es de noche, los cabreros comen sobre zaleas o pieles extendidas en el suelo y les acogen “con buen ánimo” y “muestras de muy buena voluntad”, y les convidan a una calderada y a queso y “bellotas avellanadas” (dulces), sin siquiera preguntarles el nombre ni extrañarse de la anacrónica vestimenta de don Quijote. Es precisamente el modo de vida de esos cabreros, sencillos, libres, tolerantes y hospitalarios, lo que va a motivar en don Quijote su discurso de la Edad de Oro, que se desencadena al tomar en la mano un puñado de bellotas. Los cabreros acogen sus palabras “embobados y suspensos”.
         La Edad Dorada es inseparable de la descripción y exaltación de un entorno fértil y pacífico, en que el hombre vive en perfecta armonía con la naturaleza: “Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del tiempo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia” (I, 11). La naturaleza “sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían”. Y “andaban las simples y hermosas zagalas de valle en valle y de otero en otero” (I, 11).
         Es importante resaltar que los cabreros comprenden bien a don Quijote, seguramente porque su vida no se alejaba mucho de la que describía el caballero en su nostálgico discurso. Tanto es así que le agasajan luego con el cante de un compañero que “sabe leer y escribir y es músico de un rabel” (I, 11). Este entorno montañoso servirá para situar la historia de Marcela y Grisóstomo que viene a continuación, y todas las que luego con ella se enlazan.
            El cabrero que le cuenta la historia de Marcela a don Quijote, dice: “Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, viéredes resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas...” (I, 12). Los pastores que acuden al entierro de Grisóstomo van “vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano” (I, 13). Poco después “por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores”, con guirnaldas “cuál de tejo y cuál de ciprés”, y las andas con que llevan al muerto iban “cubiertas de mucha diversidad de flores y ramos” (I, 13).
         Aparece entonces Marcela, la bella pastora que vivía en las montañas, y con un altivo y muy razonado alegato defiende su libertad:  “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles de estas montañas son mi compañía; las claras aguas de estos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos” (I, 14). La libertad va unida a la soledad y el refugio de las montañas.
         Más adelante (I, 50) sucederá el episodio de la “cabra manchada”, que ha huido del rebaño. Con este motivo el cura nos dice que ya sabe bien que “las montañas crían letrados” y las chozas “encierran filósofos”. Le replica el cabrero que también “acogen hombres escarmentados”. Estamos muy lejos de la imagen del cabrero rústico e ignorante, rudo, imagen habitual de la literatura de la época. Cervantes, sin duda, alude a esta zona de León, Zamora y la Raya donde se refugiaron muchos judíos, letrados, filósofos y hombres escarmentados, que huían de la Inquisición viviendo como pastores.  

 (... ) Lo que nos conviene aquí señalar es la estrecha vinculación de la tradición judía con una visión idealizada de la naturaleza, en la que los pacíficos agricultores y pastores encarnan el modo de vida más acorde con el orden del universo. El rey David, recordemos, era pastor. La exaltación de la vida natural, la idealización de la vuelta a la naturaleza, el considerar el orden natural como el referente básico del que nace toda moral y toda norma, por encima de las leyes políticas y administrativas, es algo esencial en la visión que don Quijote tiene del mundo y que justifica su actuación. Entenderemos ahora mucho mejor el famoso discurso de la Edad Dorada con que don Quijote encandila a los cabreros:   
         “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto”, etc. (I, 11).
         Vemos en esta descripción algunos rasgos singulares. El paisaje no responde a los tópicos del Paraíso ni la Arcadia, sino que tiene que ver con el entorno real en el que se encuentran los cabreros: encinas, ríos, peñas, alcornoques... Se insiste en que la tierra es una madre fecunda y generosa y, sobre todo, en que todas las cosas eran comunes y por eso “todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia”. Define esa Edad, a la que llama “venturosa” y “santa”, por oposición a la presente, “nuestros detestables siglos”, “nuestra edad de hierro”, aludiendo así a la guerra, pero también a la falta de concordia y amistad, a la violencia sobre la que se asientan las relaciones humanas, movidas por el dinero, la ambición y la posesión privada: “No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese”. La orden de caballería, nos dice, nació para luchar contra la maldad que destruyó aquellos felices tiempos.
         A Cervantes no le interesa recrear un espacio mítico o lejano, sino hablar de lo que tiene delante, de la sociedad y el tiempo en que vive. Se dirige a unos cabreros reales, no a unos falsos pastores, como eran los que protagonizaban las novelas pastoriles. Lo que les predica y explica, no es algo que esté alejado de su modo de vida ni pertenezca a ninguna utópica irrealidad bucólica. Sabemos que por todos los pueblos del antiguo Reino de León, la propiedad comunal era, no una excepción, sino la forma básica de organización social: los bienes más importantes, como los ríos, los montes, los bosques, los prados, la caza..., o sea, las bases de su sustento, eran propiedad de la comunidad o concejo, es decir, de todos los vecinos. Todas las normas nacían del concejo, o sea, de una reunión abierta en la que, formando un corro, todos eran iguales, ejercían la democracia directa, establecían el derecho consuetudinario y resolvían los conflictos. Esta forma de organización ha pervivido hasta hoy, convirtiéndose en uno de los ejemplos más admirables y sorprendentes de resistencia al capitalismo. No es que no hubiera propiedad privada; pero incluso ésta, requería el concurso y la colaboración de todo el pueblo para mantenerse. Los caminos se construían mediante el sistema de hacendera o facendera, o sea, con el trabajo de todos los vecinos; lo mismo ocurría con la organización de otras tareas, como la construcción de las casas, el techado o teitado, el cuidado de los rebaños de ovejas, cabras o vacas (la llamada vecera, que reunía todos los animales del pueblo o aldea), que eran llevadas a pastar por los vecinos, turnándose en este trabajo. Así que el tuyo y mío se sustentaba en el de todos o el común. Esto era una realidad en tiempos de Cervantes, y su origen se remonta a la época prerromana; sin duda debió de conocerla directamente y tenerla muy en cuenta cuando escribe este emotivo discurso de don Quijote. La coherencia entre el entorno geográfico y social y el contenido y las imágenes que evoca, es algo que hemos de tener muy en cuenta y que fundamenta la hipótesis de esta presencia e influencia de “lo leonés” en el Quijote.    
         (…)    Frente al idealismo platónico, Cervantes acepta la lucha de los contrarios, que trata de reconciliar, pero no de eliminar o ignorar. Detrás de su humor se asoma con frecuencia la melancolía y, en el fondo, el pesimismo. No se fía de la ilusión, por eso no cree en la posibilidad de volver a un mundo unitario, original y puro. La riqueza, la codicia, la mentira, la intolerancia, la guerra han destruido toda posibilidad de volver a ninguna Edad Dorada. La defensa de la sencillez, la espontaneidad, la llaneza, la armonía y cierta idealización de lo rústico y pastoril, no le impide desvelar al mismo tiempo la utopía oculta en esa idealización. Lo pastoril es un tema esencial en Cervantes, pero sobre el que realiza una desmitificación radical.


(F. Trancón)



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