Cuando le conocí era pastor, hacía
muchos años que lo era, quizá siempre lo había sido.
Bajo, ligeramente grueso, sonriente.
Hombre de pocas palabras. Su mundo lo constituían las ovejas, su familia y Villarrín,
no sé si en ese orden, pero ese fue su universo.
El trabajo de pastor para él era algo
más que un oficio o un medio de vivir. Impregnaba todas las faenas propias de
la vida de pastor de actos litúrgicos, casi religiosos.
Antes del alba, como en épocas remotas
hicieran los pastores bíblicos, preparaba el ganado y acompañado por un perro
conducía el rebaño por las viejas calles del pueblo, rompiendo las esquilas de
las ovejas las últimas sombras de la noche.
Cuando la aurora se convierte en mañana
tierna y las alondras más madrugadoras reclaman los rayos del sol, llegan a la
estepa, a los campos de surcos infinitos, de espigas cortadas, de tierra roja.
Se detienen y contemplan pastor, ovejas
y perro el amanecer maravilloso que tiñe
de colores violeta el cielo y deja un espacio luminoso para que el sol asome
tímidamente su cabeza, esparciendo rayos perfumados por el rocío del alba.
A una mañana casi niña, juguetona, le
suceden horas caniculares, aburridas, de sol fuerte y robusto que va horadando
los polvorientos páramos, secando las pozas de agua, invitando a cigarras y
grillos al concierto estival que rompe el silencio de los campos. Una brisa
seca decapita las hojas de los chopos,
removiendo cardos, matorrales, jenijos, gordolobos, plantas rodadoras,
vegetación precaria que sobrevive penosamente en una estepa incómoda.
En esas horas tórridas, cuando la
tierra cruje de espanto, las ovejas agrupadas en un círculo, casi inmóviles,
meditan a la sombra codiciada de una encina.
Muy cerca el pastor, ajeno al calor
que acuchilla los árboles, come pausadamente. Corta el pan con destreza, como
esculpiendo una talla; hace rodajas de chorizo con un solo corte. Entre bocado
y bocado, casi con precisión matemática, tienta la bota de vino trazando un
arco perfecto. Los tragos son profundos, generosos.
La tarde recoge el fulgor del mediodía
y esparce el calor como ascuas encendidas por el vasto horizonte de tierras
alomadas y eriales que se extienden por la infinitud del páramo, mar turbio de
polvo que agita el viento levantando olas de tierra que se estrellan en los
oteros, acantilados imperfectos de tierra embrutecida.
A la estepa estival llega la brisa
nocturna, el céfiro fresco que se escapa de las montañas lejanas, el fuego rojo y el viento ardiente se apagan.
El pastor ordena a los perros que
concentren a las ovejas junto a la sombra que proyecta el otero. Piensa que un
algún día realizará un largo viaje con
el rebaño, allá donde el sol se desvanece y los pastos son verdes con praderas
de agua fresca y flores de otoño, donde el sol esconde el fuego para dar calor
y vida en los fríos inviernos a la estepa martirizada por los gélidos cierzos
que se clavan en las entrañas de la tierra como espadas de hielo, espantando la
vida y ahuyentando el calor.
Mientras el pastor medita sobre los
ritmos viscerales de su tierra, el rebaño espera sin prisas.
La oveja más vieja rompe el silencio
de la tarde agitando la esquila grande de bronce, el rebaño entero remueve el
polvo de las sendas calcinadas. Avanza la blanca procesión llenando el aire de
sonidos tiernos.
La luna aparece detrás de la torre
iluminando la pacífica comitiva que casi adormecida por el tintineo de los
cascabeles, se sumerge sin alborotos, mansamente, respetando el silencio de la
noche.
Un día, de madrugada, el pastor sintió
en el pecho un intenso dolor, era como si cien rebaños le pisotearan
salvajemente. Llama a su mujer y le dice:
-
Me muero, mi cuerpo me abandona.
Llévame con el rebaño junto a los Almendros, en el teso de las Avutardas. Al
atardecer, ven a recogerme. ¡Adiós, mujer!
Ya no habló más.
Cubierta con una toquilla negra, con
los ojos arrasados por las lágrimas, sin pronunciar palabra alguna, en medio de
un silencio extraño acompaña al pastor en el último viaje de su vida, por los
caminos de la estepa, llevando detrás de sí un rebaño de dóciles ovejas.
Postrado junto a la sombra de dos
almendros, mira por última vez el cielo intenso que se precipita enloquecido
sobre la tierra rojiza. Repasa su vida una y mil veces queriendo buscar algo que
no encuentra y que tal vez nunca existió.
Pastor de siempre, conocedor de
veredas, azotado por todos los vientos y curtido por mil soles, vivió siempre
con el temor de no saber qué hacer cuando el lobo bajase aullando de las
montañas azules. Su padre le había dicho que cuando esto ocurriera, saliera
corriendo por los campos trazando cruces
en el cielo y que tocara con fuerza la esquila grande del carnero.
Siempre estuvo esperando la llegada de
un lobo que nunca llegó. Acaso, se pregunta
¿es cierta su leyenda?
Tal vez su vida se había fundado en un
temor inexistente. Ahora, cercana ya la muerte, deseaba que el lobo apareciese.
Quería observarlo, contemplarlo y, si fuera posible, recriminarle por su
tardanza.
¡El pastor nunca ha visto un lobo!
No le quedaba mucho tiempo para
pensar. Su vida estaba construida sobre tres etapas marcadas por una sucesión
de sueños, alegrías, desgracias, ilusiones...
Lo primero que recuerda es su infancia
entre ladridos de perros, ovejas, frío, hambre,
voces pidiendo pan y ternura.
Fue una época feliz, gozaba de la
naturaleza, del aire salvaje, del chillido de los vencejos, de los patos
voladores. Era un niño que le gustaba cuidar ovejas, un vagabundo de
los páramos, imitador de adultos.
La segunda fase de su existencia se
inicia con el amor de su mujer, una campesina huérfana que vivía en una aldea
próxima. El pastor amó a su compañera con honradez, con pasión serena y tierna.
Hombre leal y generoso. Para él la vida consistía en contar a su esposa las experiencias
vividas en las largas horas con el rebaño, sus temores, esperanzas…
Ella vio en el pastor no sólo el
compañero de su existencia, sino también, el hombre solidario, amigo
en las alegrías y en los sinsabores.
No tuvieron hijos; pero esto no les
preocupó. Estaban juntos para desafiar la vida, vencer el miedo, observar el
paso apresurado del tiempo por las praderas de la estepa en los días de lluvia y de sol, de frío y de calor.
El tercer período se produce una fría
noche de invierno, cuando cerca del establo de las ovejas encontró una pequeña perra ladrando de dolor a causa
de una pata rota. Curó al animal y le llamó Luna. Desde entonces la perra no se
ha separado jamás del pastor.
El sol tiene pereza para
ocultarse, el pastor le anima a
precipitarse en el crepúsculo.
La vida se le escapa al ritmo que marca
aquella enorme esfera de rayos morados que rueda lentamente hacia las montañas,
casi oculto entre la niebla templada de las primeras sombras. Un rayo
tembloroso extingue su luz entre las hojas de los almendros. El pastor alza
una mano y retiene por un instante un
trozo de luz del último destello del
sol. Cierra los ojos y ve que desde las montañas azules corre hacia él
un lobo grande, precedido por la imagen del Cristo de su pueblo. No tiene
miedo. El pastor sonríe feliz ¡Ha visto al lobo!
Cuando su compañera llega a los Dos
Almendros, encuentra a su marido muerto con una extraña piedra amarilla en
forma de cruz en una mano y en la otra, sujetando con firmeza, la estampa del
Santo Cristo de los Afligidos.
Francisco Trancón Pérez
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