jueves, 30 de abril de 2020

Relatos de la estepa de Villarrín: El último pastor


Cuando le conocí era pastor, hacía muchos años que lo era, quizá siempre lo había sido.
Bajo, ligeramente grueso, sonriente. Hombre de pocas palabras. Su mundo lo constituían las ovejas, su familia y Villarrín, no sé si en ese orden, pero ese fue su universo.

El trabajo de pastor para él era algo más que un oficio o un medio de vivir. Impregnaba todas las faenas propias de la vida de pastor de actos litúrgicos, casi religiosos.

Antes del alba, como en épocas remotas hicieran los pastores bíblicos, preparaba el ganado y acompañado por un perro conducía el rebaño por las viejas calles del pueblo, rompiendo las esquilas de las ovejas las últimas sombras de la noche.

Cuando la aurora se convierte en mañana tierna y las alondras más madrugadoras reclaman los rayos del sol, llegan a la estepa, a los campos de surcos infinitos, de espigas cortadas, de tierra roja. Se detienen y contemplan  pastor, ovejas y perro el amanecer maravilloso  que tiñe de colores violeta el cielo y deja un espacio luminoso para que el sol asome tímidamente su cabeza, esparciendo rayos perfumados por el rocío del alba.

A una mañana casi niña, juguetona, le suceden horas caniculares, aburridas, de sol fuerte y robusto que va horadando los polvorientos páramos, secando las pozas de agua, invitando a cigarras y grillos al concierto estival que rompe el silencio de los campos. Una brisa seca decapita  las hojas de los chopos, removiendo cardos, matorrales, jenijos, gordolobos, plantas rodadoras, vegetación precaria que sobrevive penosamente en una estepa incómoda.

En esas horas tórridas, cuando la tierra cruje de espanto, las ovejas agrupadas en un círculo, casi inmóviles, meditan a la sombra codiciada de una encina.

Muy cerca el pastor, ajeno al calor que acuchilla los árboles, come pausadamente. Corta el pan con destreza, como esculpiendo una talla; hace rodajas de chorizo con un solo corte. Entre bocado y bocado, casi con precisión matemática, tienta la bota de vino trazando un arco perfecto. Los tragos son profundos, generosos.

La tarde recoge el fulgor del mediodía y esparce el calor como ascuas encendidas por el vasto horizonte de tierras alomadas y eriales que se extienden por la infinitud del páramo, mar turbio de polvo que agita el viento levantando olas de tierra que se estrellan en los oteros, acantilados imperfectos de tierra embrutecida.

A la estepa estival llega la brisa nocturna, el céfiro fresco que se escapa de las montañas lejanas,  el fuego rojo y el viento ardiente se apagan.

El pastor ordena a los perros que concentren a las ovejas junto a la sombra que proyecta el otero. Piensa que un algún  día realizará un largo viaje con el rebaño, allá donde el sol se desvanece y los pastos son verdes con praderas de agua fresca y flores de otoño, donde el sol esconde el fuego para dar calor y vida en los fríos inviernos a la estepa martirizada por los gélidos cierzos que se clavan en las entrañas de la tierra como espadas de hielo, espantando la vida y ahuyentando el calor.

Mientras el pastor medita sobre los ritmos viscerales de su tierra, el rebaño espera sin prisas.
La oveja más vieja rompe el silencio de la tarde agitando la esquila grande de bronce, el rebaño entero remueve el polvo de las sendas calcinadas. Avanza la blanca procesión llenando el aire de sonidos tiernos.
La luna aparece detrás de la torre iluminando la pacífica comitiva que casi adormecida por el tintineo de los cascabeles, se sumerge sin alborotos, mansamente, respetando el silencio de la noche.

Un día, de madrugada, el pastor sintió en el pecho un intenso dolor, era como si cien rebaños le pisotearan salvajemente. Llama a su mujer y le dice:
-          Me muero, mi cuerpo me abandona. Llévame con el rebaño junto a los Almendros, en el teso de las Avutardas. Al atardecer, ven a recogerme. ¡Adiós, mujer!
Ya no habló más.

Cubierta con una toquilla negra, con los ojos arrasados por las lágrimas, sin pronunciar palabra alguna, en medio de un silencio extraño acompaña al pastor en el último viaje de su vida, por los caminos de la estepa, llevando detrás de sí un rebaño de dóciles ovejas.

Postrado junto a la sombra de dos almendros, mira por última vez el cielo intenso que se precipita enloquecido sobre la tierra rojiza. Repasa su vida una y mil veces queriendo buscar algo que no encuentra y que tal vez nunca existió.

Pastor de siempre, conocedor de veredas, azotado por todos los vientos y curtido por mil soles, vivió siempre con el temor de no saber qué hacer cuando el lobo bajase aullando de las montañas azules. Su padre le había dicho que cuando esto ocurriera, saliera corriendo por  los campos trazando cruces en el cielo y que tocara con fuerza la esquila grande del carnero.

Siempre estuvo esperando la llegada de un lobo que nunca llegó. Acaso, se pregunta  ¿es cierta su leyenda?
Tal vez su vida se había fundado en un temor inexistente. Ahora, cercana ya la muerte, deseaba que el lobo apareciese. Quería observarlo, contemplarlo y, si fuera posible, recriminarle por su tardanza.
         ¡El pastor nunca  ha visto un lobo!

No le quedaba mucho tiempo para pensar. Su vida estaba construida sobre tres etapas marcadas por una sucesión de sueños, alegrías, desgracias, ilusiones...
Lo primero que recuerda es su infancia entre ladridos de perros, ovejas, frío, hambre,  voces pidiendo pan y ternura.

Fue una época feliz, gozaba de la naturaleza, del aire salvaje, del chillido de los vencejos, de los patos voladores. Era un niño que le gustaba cuidar ovejas,  un vagabundo de los páramos, imitador de adultos.

La segunda fase de su existencia se inicia con el amor de su mujer, una campesina huérfana que vivía en una aldea próxima. El pastor amó a su compañera con honradez, con pasión serena y tierna. Hombre leal y generoso. Para él la vida consistía en contar a su esposa las experiencias vividas en las largas horas con el rebaño, sus temores, esperanzas…

Ella vio en el pastor no sólo el compañero de su existencia, sino también, el hombre solidario, amigo en las alegrías y en los sinsabores.
No tuvieron hijos; pero esto no les preocupó. Estaban juntos para desafiar la vida, vencer el miedo, observar el paso apresurado del tiempo por las praderas de la estepa en los días  de lluvia y de sol, de frío y de calor.

El tercer período se produce una fría noche de invierno, cuando cerca del establo de las ovejas encontró  una pequeña perra ladrando de dolor a causa de una pata rota. Curó al animal y le llamó Luna. Desde entonces la perra no se ha separado jamás del pastor.

El sol tiene pereza para ocultarse,  el pastor le anima a precipitarse en el crepúsculo.

 La vida se le escapa al ritmo que marca aquella enorme esfera de rayos morados que rueda lentamente hacia las montañas, casi oculto entre la niebla templada de las primeras sombras. Un rayo tembloroso extingue su luz entre las hojas de los almendros. El pastor alza una  mano y retiene por un instante un trozo de luz del último destello del  sol. Cierra los ojos y ve que desde las montañas azules corre hacia él un lobo grande, precedido por la imagen del Cristo de su pueblo. No tiene miedo. El pastor sonríe feliz ¡Ha visto al lobo!
Cuando su compañera llega a los Dos Almendros, encuentra a su marido muerto con una extraña piedra amarilla en forma de cruz en una mano y en la otra, sujetando con firmeza, la estampa del Santo Cristo de los Afligidos.

Francisco Trancón Pérez






No hay comentarios:

Publicar un comentario