La alondra
Oí
hablar de este pájaro amigo de los poetas, allá en la temprana edad de mi
niñez. En una escuela de apretados
muros, amplias ventanas, olor a serrín quemado, maestro falangista y niños,
muchos escolares sentados en mesas
alargadas, bancos sin respaldo y encerado de pizarra vieja. Allí en esta
cátedra, enciclopedia de ingenuos saberes,
al atardecer, cuando el sol otoñal resbala débilmente por los cristales
polvorientos del aula y el centenario
reloj del ayuntamiento agujereado por tres balas errantes disparadas en una
contienda aún reciente, señala con matemática puntualidad las cinco de la
tarde, la clase cesa su actividad y nosotros, grey domesticada, guardamos un
silencio que ni siquiera los ruidos de la calle desgarran la tranquilidad de
estos instantes sagrados. Entonces el maestro, entona las dos primeras estrofas
de la canción del labrador:
Despierta la parda alondra
levantándose del suelo.
Nosotros- coro de voces irregulares- seguíamos solos con otros versos que aún no
he olvidado:
elevando sus plegarias
y
sus trinos hasta el cielo.
Ya se oye rechinar
la rueda del arado
y
al labriego animar
con voces al ganado.
Para
ver la alondra, tienes que madrugar como
ella y caminar por las sendas de los carros cargados de espigas.
Vete cuando la aurora es un paño blanco arrugado que estira sus pliegues a la
claridad difusa de un amanecer aún lejano.
Oí
sus trinos, apareció surgiendo de la grisura brumosa de los campos, batió sus
alas y se puso a gorjear como el
esquilón de plata de la cercana iglesia. Surcó el cielo demacrado, elevó con
gallardía su cuerpo terroso y su vuelo se hizo patente cruzando hacia los bálagos cortados.
Regresé
al sendero de los carros por la llanura
y la alondra siguió la estela de luz
azulada, cuando el alba se extendía por la tierra. El sol puso orden en el universo confuso de
nieblas y nubes, de aire empapado de gotas de agua, la alondra se desvaneció en
aquel universo efímero, se fue muy lejos, donde sólo las aves saben llegar.
Volverán otro día a marcar la ruta de la rueda crujiente del arado, a posarse
codiciosas sobre el surco, y el labrador entonará con nostalgia esta
canción que le enseñó su madre.
Levántate morenita,
levántate resalada,
levántate que ya viene
el lucero de la mañana
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