La abubilla
Ave
de mil nombres. Te llaman upupu, cucute, porque apenas has aprendido a cantar, solo sabes la c y la u,
pero tu sonido es grave, dulce. Retumba con nostalgia en las praderas de la
estepa, en las charcas oscuras donde bebe el cuervo. Siempre dices: aquí, aquí.
Pero voy y no te encuentro, has dejado reflejado en la salina el traje de
primavera en dos plumas unidas de color ocre y negro. Las acaricié y te imaginé posado en los matorrales verdes de jenijos de espinas
blandas, mirando al sol con descaro.
Te
llamo y te llamaré siempre el pájaro de dos picos. Te descubrí siendo niño. Era
una mañana de primavera robusta con el poderío de una juventud impetuosa.
Resonaban en el páramo estridentes sonidos
de pájaros, seres prodigiosos, que iban, venían, aparecían,
desparecían, como si fueran cromos sujetos en las páginas de un libro.
La
abubilla, dibujo en blanco y negro de mi viejo catón de primeras letras, estaba ante mí, no sé de donde surgió. Repetía con
insistencia cucú- cucú, acentuando la última vocal. Creo que me llamaba. Vi una
cabecita con dos picos y unos ojos burlones, mirándome. Se movía con
insistencia.
Repasé
la cartilla de mis primeras sílabas y debajo del nombre “abubilla”, con letras primitivas puse “dos picos”.
La
veo todos los años, en los mismos lugares, donde la charca de una minúscula
salina se detiene en el camino de los Tres Árboles, cuando Otero deja ser aldea y se convierte en soledad infinita,
donde los gritos de los pájaros no perturban
la quietud de los campos.
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